jueves, 10 de noviembre de 2011

LEYENDA GUARANÍ: EL TIGRE NEGRO



En Entre Ríos, (Argentina) en el lugar donde se bifurcan la Cuchilla Grande y la Cuchilla Grande de Montiel, nace el río Gualeguay que, corriendo de norte a sur, desemboca en el Paraná y divide a la provincia en dos partes.
Sus aguas fecundizan las tierras que riega, favoreciendo los cultivos y cubriéndolas de exuberante vegetación.
Cerca de la orilla, en un lugar apacible, rodeado de molles, de ceibos, de naranjos y de palmeras, en un modesto rancho vivía solo, alejado de la aldea indígena, Kirirí.
Su vida, tranquila y solitaria, era la de un hombre bueno.
Se dedicaba a la pesca, que el río le brindaba en  abundancia, y a la caza de carpinchos, comadrejas, nutrias y peludos, la carne de algunos de los cuales le servían de alimento, y cuyas pieles canjeaba por otros productos que necesitaba para su sustento.
Gran conocedor de las virtudes y de los poderes curativos de las hierbas silvestres que crecían en la llanura y en las cuchillas, tenía en su rancho gran cantidad de ellas, con las que preparaba remedios que brindaba a todo el que los necesitaba.
En el pueblo sentían veneración por Kirirí y eran muchos los que acudían diariamente a su rancho en demanda de un consejo o de la cura milagrosa que sólo él, con los poderes sobrenaturales que se le reconocían, era capaz de realizar.
Una mañana llegó al rancho Amambay con su hijita en brazos.
Iba desesperada, pues desde hacía dos días la pequeña no había abierto los ojos y sólo se notaba que la vida alentaba aún en ella, por la respiración entrecortada que levantaba su pecho con intermitencias.
Ningún remedio aconsejado por la médica había aliviado a la criatura. Por eso la madre, angustiada, envolvió el cuerpecito enfermo de la niña en una manta de lana y en sus brazos la llevó a ver a Kirirí, única esperanza de salvación de la niña.
Llegó fatigada. El camino era largo y la pequeña pesaba…
El sol se filtraba por entre las ramas de los árboles.
Golpeó y llamó en la puerta del rancho que estaba cerrada. Nadie le respondió.
Desesperada, creyendo que Kirirí hubiera salido a cazar al monte, y pensando que tendría que volverse sin verlo, hizo una nueva tentativa, volvió a golpear, pero obtuvo el mismo resultado.
Sin darse por vencida, trató de empujar la puerta que, con sorpresa, cedió a su primera tentativa.
Esperanzada, la abrió por completo y entró.
Un grito de horror brotó de su garganta ante la visión que tenía ante sí.
Tendido en el suelo, muerto, con una flecha clavada en el corazón, se hallaba Kirirí.
Una imprecación surgió de su boca trémula:
-          ¡Quiera Tupá que tu alma se convierta en yaguareté capaz de castigar tu muerte!
En ese mismo instante el cuerpo de Kirirí desapareció y del rancho salió, pausado, un gran tigre negro, que una vez fuera se internó en el monte.
Al mismo tiempo, una vocecita débil susurró:
-          ¡Mamá…!
Con los ojos muy abiertos, la pequeña miraba a su madre. En su rostro brillaba una expresión de contento y bienestar. Pidió a su madre que la pusiera en el suelo y como si no hubiera estado enferma, quedó firme y sonriente al lado de la mujer que, ante el milagro, no sabía qué actitud tomar.
Vencida por la emoción abrazó a su hija y cayó de rodillas, el rostro bañado en lágrimas, para agradecer a Tupá la cura maravillosa.
Volvió a la aldea indígena y relató, a todo el que quiso oírla, los acontecimientos de que fuera testigo esa mañana.
Todos lamentaron muy de veras la desaparición del “santo”, como llamaban a Kirirí, y desearon el castigo de su muerte.
Esa misma tarde tuvieron noticias del yaguareté-ú.
La trajo un indio cazador que estuvo en tratos para cambiar las pieles de los animales cazados.
Al mismo tiempo que él, habían llegado cuatro hombres. Uno de ellos llevaba varias pieles de nutria que deseaba cambiar por yerba y por tabaco.
Estaba tratando el negocio, cuando apareció un gran animal negro, con los ojos brillantes y la frente pelada.
Los presentes quedaron inmóviles y mudos de espanto; pero el yaguareté-ú, que no otro era el animal, se lanzó contra el individuo que llevaba las pieles de nutria y de un zarpazo le destrozó la garganta, dándole muerte.
Una vez cumplido este acto, se volvió tan silenciosamente como había llegado y se internó en la espesura.
Conocedores de lo sucedido esa mañana, a los presentes no les quedó duda de que el muerto era uno de los asesinos de Kirirí a quien, sin duda, había robado las pieles que trataba de negociar.
Otro día, varios hombres terminaban de vadear el río sobre sus caballos, cuando al llegar a la orilla, de entre los pajonales vieron salir al yaguareté-ú que, decidido, se lanzó contra uno de ellos al que dio muerte valiéndose de sus poderosas garras, con las que le deshizo la garganta.
Los otros pudieron seguir tranquilos su camino porque el animal, cumplido su propósito de castigar al culpable, como lo hiciera la vez anterior, volvió por el mismo camino que llegara y se internó otra vez entre las espadañas y los juncos que lo ocultaban de inmediato.
En otra oportunidad, fue en un baile donde se tomaba chicha y aloja y se danzaba sin cesar.
Cuando el entusiasmo era mayor, un grito partió de la concurrencia: el yaguareté-ú estaba allí, ante ellos.
Uno de los bailarines, cuya conciencia sin duda lo señalaba como culpable, y que conocía el fin que tuvieran sus compañeros, víctimas del castigo del animal, sabiéndose señalado para seguir el fin de los otros asesinos, gritó desesperado:
-          ¡No!... ¡A mí, no! ¡Perdón!... ¡Perdón!...
De nada valieron sus lamentos porque el yaguareté-ú, con las fauces abiertas y los ojos como ascuas clavados en el asesino, se lanzó contra él, que pocos momentos después fue un guiñapo sanguinolento entre las garras del feroz animal que también esta vez se retiró sin haber tocado a ninguno de los otros que se hallaban presentes.
Pasó un tiempo y no se tuvieron noticias del tigre negro, del que todos hablaban con respetuoso temor seguros de que se trataba de Kirirí, que recorría la tierra así transformado para castigar a sus asesinos.
Se supuso entonces que ya habría terminado con ellos, hasta que un día apareció muerto en su rancho, con la garganta deshecha por los zarpazos del jaguar, un hombre al que todos tenían por bueno y correcto.
Cuando lo descubrieron yacía en su lecho, ensangrentado, un brazo caído a un costado y en la mano, apretado entre sus dedos crispados, un cuchillo que los que lo vieron, reconocieron que había pertenecido a Kirirí.
No les quedó ninguna duda: éste era otro de los asesinos que había robado al “santo”, de quien sólo había recibido bondades y favores.
Y desde entonces es creencia general que el yaguareté-ú es el alma de Kirirí que toma la forma del terrible jaguar para castigar a sus matadores.
De vez en cuando se lo ve por la selva, o cruzando un camino, o surgiendo de un pajonal, o rondando por las cuchillas.
Es de suponer que alguno de los asesinos debe haber escapado a su castigo y lo busca para darle su merecido…


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